lunes, 14 de mayo de 2007

KANT Y LA ROSA III

III

Se desprende de la contemplación de lo bello un sabor anteriormente presente en la vecindad de la memoria. En el medio del océano, atribulado por la tormentosa ira de los dioses, Eneas siente que la finalidad de su vida no precisa de un fin representado, así como la rosa no se refiere a ningún fin. Ya Borges veía a la épica como una historia cuya única justicia debía ser poética, y en tanto tal, apoyada en las columnas vacías (vacías de significado preciso y definible, de conceptos) de la belleza. Una vida, la de Eneas, es necesaria en tanto debe llevar a cabo la última pincelada de un cuadro. Esa totalidad, que se pretende universal como en toda biografía apócrifa, clama por el reconocimiento, en un agón que la historia de la cultura podría denominar canónico, de su diferencia en la noche oscurecida de las artes, de su singular y única cualidad que se postula verdadera y bella. Verdadera en tanto no admite la negación de su existencia como luz centelleante, bella en tanto no admite la discusión de sus formas. Porque no hay formas. Hay sólo presentación ostensiva ante el sujeto que juzga. Virgilio, el poeta, sabe que el origen de la belleza es una lámpara sostenida por los vestigios de lo que ha sido. Y en el ha sido se regodea, como quizá supo apreciar Keats, la Urteilscraft. No puede ser de otra manera, puesto que es necesario: todo poeta (todo buen poeta) lo sabe, dado que la creación es el ejercicio de la libertad.

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