miércoles, 9 de mayo de 2007

KANT Y LA ROSA II

Ya Wordsworth había distinguido entre la vida natural y la vida artificial, expresada la primera con el lenguaje natural y la segunda con el lenguaje artificioso. Una distinción tajante entre naturaleza y cultura, que el laquista pensaba resolver con su poesía. [1] ¿Fue para Kant, como para el poeta inglés, el juicio de lo bello la facultad de apetecer lo natural en lo artificial? En la satisfacción desinteresada ante lo bello, desprovista de un concepto, de una regla a priori para subsumirla, quizá se encuentre el germen de la cultura. Está claro que sólo de lo agradable podemos aplicar el famoso refrán "sobre gustos no hay nada escrito". Pero estimar una cosa como bella exige lo mismo a los otros, se postula como universal, sienta las bases de un acuerdo, un "contrato" que pretende legislar para los hombres lo que es bello fuera de la naturaleza, lo que el cultivo (y el culto) de quienes juzgan y juzgaron encuentra de gozo en la contemplación de los objetos creados por el hombre.

Cabría detenernos en la imagen de la lámpara de la estética romántica que bebió del manantial kantiano. La lámpara ilumina, circunda, restringe y separa la belleza de la oscuridad de las opiniones vulgares. Schlegel decía que la poesía romántica lo era en tanto universal y progresiva, quizá atribuyéndole la capacidad de discernir, en ese campo de misteriosas efervescencias, la paja del trigo.[2] El juicio de gusto que exige el acuerdo universal pretende que la paja no se confunda con el trigo, que el pan nuestro de cada día no esté contaminado con desechos, que la satisfacción alcanzada ante el objeto de la belleza alcance la universalidad por el gozo (Lust) mismo.

Cuando Eneas, en el Valle de las lágrimas del Infierno virgiliano, intuye la presencia de Dido, ¿no desea murmurar, como ella en el momento en que había reconocido su propia belleza, agnosco veteris vestigia flammae?[3], ¿no está sintiendo la experiencia de una belleza ya vivida? ¿No recrea el pasado del amor porque antes juzgó, y ahora recuerda? Digo: el juicio de gusto exige, pero sobre un a priori postulado y tal vez porque hubo -en algún antes- una experiencia previa, el conocimiento de la belleza de un objeto que en el pasado instauró en el sujeto el sentimiento de gozo (Lust), que apagado, olvidado o sencillamente no reconocido, renace e ilumina como la lámpara romántica, el encuentro con la belleza. Luego, la belleza se evapora como humo cuando se intenta determinarla, pero no cuando la reflexión del sujeto arroja sobre ella la afirmación de su existir. No importa el objeto -Eneas era el regreso del amor que había muerto con Siqueo; Dido es un fantasma que se escabulle entre el llanto de los amantes desolados- sino la evocación de lo que la Urteilscraft asimiló al sentimiento de gozo y ahora rememora. Y en el paladar de la boca del sueño, quizá sin saber aún si nos dirigimos a Cumas o a un islote más de la imaginación, lo bello place universalmente porque exigimos que así sea, porque no es necesario que un concepto nos guíe por el valle, como la Sibila a Eneas, sino meramente, que la facultad de juzgar ejerza su deseo sobre la mulier que no se digna a mirarnos a los ojos (llámese ésta Dido, Belleza, Verdad o Inefable.)



[1] Parece que tanto para Wordsworth como para Coleridge, a pesar de sus diferencias, la búsqueda de la poesía debía sostenerse en una verdad a la vez "natural" y "social". Crf. T.S Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, Barcelona, Seix Barral, 1998.

[2] En el Fragmento 116 de Athenaeum. Citado por T. Todorov en Teorías del Símbolo, Caracas, Monte Avila, 1993.

[3] Eneida, IV, 23.

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